viernes, 1 de julio de 2016

Israelíes y palestinos juntos por la paz

Perdieron familiares en este conflicto que insiste en separarlos para siempre. Tocaron fondo y supieron salir. Entendieron que las lágrimas de todos tienen el mismo sabor y hoy luchan para evitar llorar nuevos muertos.

Son israelíes y palestinos que enterraron familiares cercanos como consecuencia del enfrentamiento en el que sus naciones están inmersas desde hace mucho tiempo. Son amigos que según la lógica deberían ser enemigos.

Son gente que pasó lo peor y muchos de ellos le deseó la muerte al resto. Hay padres que no pensaron dejar impune el asesinato de sus hijas y hasta eligieron la ropa para el día de la venganza. Hay madres que sacan a empujones de su casa a los terroristas que intentan reclutar a sus hijos con la tentadora oferta de vengar la muerte de su hermano. Hay hombres que fueron lastimados y se negaron a tomar el camino de las armas pero unos años después vieron morir a su primo y empezaron a plantearse la opción de matar a todos los que pudieran.

Son gente común de Israel y de Palestina que se niegan a seguir alimentando el círculo violento que desangra a sus naciones. Son personas que hablan de tolerancia, respeto, perdón y coexistencia, y no se quedan en las palabras.

Más de 620 familias forman parte del Círculo de Padres - Foro de Familias, una organización social bilateral que riega de optimismo un lugar en el que la paz parece imposible. Su actividad principal son las conferencias en las que se cuentan historias de "familias incompletas" en primera persona y se demuestra que la reconciliación es posible. Los familiares visitan casas y escuelas en ambos lados de los límites fronterizos para que su desgracia no les suceda a otros. Son una fundación que no quiere más miembros. Su argumento más fuerte para contagiar un mensaje positivo es bien contundente: "Si nosotros pudimos sentarnos a hablar con 'los otros', todos pueden hacerlo".

La razón le ganó a la pasión

En lo profundo de su corazón Ben sentía que Yael había muerto. Ella llamaba después de cada atentado para avisar que estaba bien y ya habían pasado quince minutos sin noticias. Treinta. Cuarenta y cinco. A las seis de la tarde, una hora después del estallido mortal, dos soldados israelíes llegaron al hogar de la familia Kfir. Traían la noticia que ningún padre quiere recibir. —Hace una hora que estoy esperándolos —dijo Ben, mientras el dolor le acribillaba cada célula de su cuerpo. —¿Cómo lo supo? ¿Quién le contó? —preguntaron los soldados.

Ben no pudo ni esbozar una respuesta y lo que siguió fue un llanto que el padre de aquella joven de 22 años recuerda como si hubiera sido ayer. "Estaba tan lleno de ira que sentía que iba a explotar. Me enojé con todo y todos: con los palestinos por matar a mi hija, con el Ejército por no evitar el ataque, con los líderes por no alcanzar un acuerdo. Y quería revancha, sobre todo, quería revancha", relata.

Su barba tupida y cuerpo robusto se mueven todo el tiempo mientras Ben gesticula y cuenta sobre la planificación de un ataque con lujo de detalle. Para él era revancha o muerte, porque su vida ya no tenía sentido. Ese padre destruido y con cara de bueno, fantaseaba con la caminata que haría hasta la construcción cercana a su casa, en la que trabajaban varios palestinos, y se imaginaba disparándoles.

"Lo planeé con tal meticulosidad que hasta había elegido la ropa que vestiría el día de la masacre. Pero cuanto más lo planeaba, más caía en la cuenta de que mi venganza traería más muerte. La familia de los obreros también castigaría y mataría a mis compatriotas, luego el Ejército tomaría represalias en Gaza y el círculo de muerte no pararía jamás", explica Ben.

Arrinconado, entre el tormento de saberse egoísta y el dolor despedazándolo sin tregua, pensó en su muerte como única salida. Eran días interminables en los que llegaban decenas de cartas con condolencias que Ben no quería leer. Pero abrió algunas.

El texto de una madre que perdió a su hija en el conflicto lo conmovió, decidió llamarla y terminaron llorando juntos a través del teléfono. Luego ella lo invitó a una reunión de israelíes y palestinos que enterraron a miembros cercanos de su familia a raíz de esta guerra sin fin y Ben no aguantó: "Usted no me conoce ni yo la conozco a usted... ¿a una reunión de qué? ¿Con quiénes? ¿Con los que mataron a mi hija hace menos de dos meses?", preguntó enfurecido y cortó sin decir nada más.

Pero finalmente fue, sin saber por qué, escuchó a 60 personas (de ambos bandos) contar sus tragedias y nunca más se sintió solo en su dolor. Encontró, de hecho, una razón para seguir con vida. "Me di cuenta de que las historias de los palestinos y las mías no son diferentes. Nuestras lágrimas tienen el mismo sabor y nuestra sangre es del mismo color", recuerda.

Desde entonces, Ben integra el Círculo de Padres y comparte su experiencia durante las conferencias. Su relato eriza la piel y provoca algunas lágrimas más en esta guerra que ya causó demasiadas.

Es el turno de Muhámmad, un palestino del que cualquiera entendería su odio por Israel, pero no, él prefiere la paz. Vivió tantas tragedias que resultaría lógico. Recibió tres balazos en el estómago cuando era niño y unos años después un soldado asesinó a su primo Firas, que también era su hermano de la vida, su mejor amigo y compañero de todas las horas.

En el pueblo donde nació se celebraba una de las festividades musulmanas más importantes y su familia estaba reunida. Luego de unas horas Firas saludó a todos y se fue a visitar a sus amigos. Muhámmad le advirtió que la situación no era la ideal pero su primo le quitó dramatismo y dijo que no pasaría nada durante el feriado.

A la mañana siguiente, la noticia: alguien entra al cuarto llorando y gritando "Mataron a Firas", Muhámmad piensa que es una pesadilla y trata de volver a dormir pero los gritos no lo dejan. Abre los ojos, ve la cama de su primo vacía, se viste y sale corriendo de la casa a buscar quién sabe qué. A los pocos metros se cruza con su padre que está paralizado y solo alcanza a repetir el nombre de Firas.

Cuando llega al hospital y entra al cuarto de su primo ve algo que nunca más borrará de su memoria. "No sé cómo describirlo. Las balas transformaron al Firas que yo conocía, el Firas atractivo, el ángel, el Firas lleno de vida, mi amigo, mi hermano", recuerda Muhámmad. Veintisiete balas por todas partes pudieron más que las ganas de vivir.

"Con él se fue mi felicidad, mis ambiciones y sueños, mi vida entera. Lo único que me quedó fue sufrimiento y nunca sentí tanto dolor como el día en que supe que esa pesadilla era real", explica. Con el tiempo llegó la depresión: dejar el trabajo, alejarse de sus amigos y no poder calmar la tormenta interior que lo enloquecía. Entre las ideas que visitaron su cabeza caló hondo la de matar a todos los israelíes que pudiera, pero Muhámmad no se convencía del todo.

"¿Con quién me vengaría? ¿Con la nación israelí? La nación israelí no asesinó a Firas. Supongamos que encuentro al culpable y lo mato, ¿eso me devolvería a mi primo y la sonrisa que perdí para siempre desde que él se fue? Por supuesto que no".

Entonces, Muhámmad empezó a dominar la ira y eligió trabajar para que su pueblo alcance la libertad mediante una vía pacífica. En esa búsqueda se cruzó con el Círculo de Padres. Primero le costó confiar en el "enemigo" como un aliado para la paz, pero con el tiempo encontró que del otro lado también hay seres humanos.

Madres que no saben de odio

Dicen que la conexión entre un hijo y su mamá supera cualquier límite, que la estadía del niño en el vientre materno los pone en sintonía y que pueden sentir los latidos del otro, distinguir su timbre de voz y hasta percibir su energía. Dicen que no importa si los separa una distancia grande como para que algo de eso ocurra. Dicen también que una mamá siente lo que le pasa a su hijo aunque no lo vea, lo escuche o se lo cuenten, porque lo tuvo nueve meses dentro suyo y los une algo superior.

Bushra coincide con esa teoría y el peor día de su vida empezó con una prueba de esa conexión. "De repente sentí un dolor agudo en mi corazón y no dudé: 'Rápido, andá a buscar a Mahmud', le grité a mi marido. 'Siento que algo le pasó a nuestro hijo', agregué y él salió corriendo", relata Bushra delante de casi 50 personas.

Luego escuchó a los vecinos gritar la novedad de que le habían disparado a su hijo y supo que lo perdió, lo sintió en las tripas aunque todavía faltaba que lo llevaran al hospital y que finalmente falleciera horas más tarde.

Bushra lleva un vestido árabe color negro que la cubre de pies a cabeza con excepción de la cara, tiene unos ojos entre marrones y verdes, mirada triste. Lleva un colgante con la foto de su hijo adolescente y su angustia se siente en cada palabra, aunque el idioma sea ajeno y se precise traducción.

Hoy forma parte del Círculo de Padres aunque se resistió a conocer a sus "enemigos" durante dos años. El día que aceptó ir a un seminario prometió que no miraría ni saludaría a los israelíes, solo iría a escuchar. Pero conoció a Robi, una madre que pasó por lo mismo pero desde el otro lado del muro, ambas se mostraron fotos de sus hijos, contaron sus historias y lloraron las pérdidas. "Compartimos el mismo dolor y tenemos la misma esperanza de que este círculo de muerte se termine de una vez. Todas las madres somos iguales", sintetiza Bushra.

Pero la lucha no termina, la paz se siembra cada día, en cada palabra y con cada acción. Otro de los hijos de Bushra fue lastimado y llevado a prisión, la guerra y el conflicto siguen su juego y buscan nuevos adeptos.

"Todos las semanas vienen a buscar a mis hijos para que se unan a las milicias extremistas, para que ataquen y hagan daño. Yo los saco de mi casa y me acusan de vender la sangre de mi hijo asesinado. Pero no, lo que estoy haciendo es cuidar la sangre de mis otros siete".

Las ponencias siguen, la garganta se anuda y los ojos se nublan. Como contrapartida, el mensaje se aclara: la paz es el camino.

Un símbolo de esta idea es Robi, la mamá de David, un activista pacífico israelí que dudó acerca de enrolarse al ejército obligatorio de su país y terminó siendo asesinado por un francotirador palestino mientras se apostaba en una garita de control. Ya no estaba en sus tres años básicos de servicio sino que lo habían llamado como reservista porque la situación lo ameritaba. Desde el campamento llamó a su mamá y le contó sobre la realidad que se vivía y le transmitió un miedo que terminó siendo premonitorio.

Como indica el protocolo, el Ejército envió soldados hasta la casa de David para que informaran a su familia. Lo primero que respondió Robi a la noticia del asesinato de su niño fue: "No maten a nadie en su nombre". La sala en la que Robi comparte su experiencia se resquebraja de tanto silencio. Una mamá acaba de enterarse que mataron a su hijo y lo que pide, ante todo, es que la tragedia no sirva para provocar más muertes. No pide justicia, venganza ni se desborda de enojo en sus primeras palabras, piensa en el resto de los hijos del mundo.

Dos años y medio después de la muerte de David, el asesino fue capturado y Robi, en lugar de sentir placer, alivio o felicidad, entendió que le llegó una nueva prueba, una instancia en la que debía demostrar otra vez su creencia en la reconciliación. Después de un tiempo sin dormir ni poder pensar con claridad, le escribió una carta a la familia del atacante palestino. Y se sintió mucho mejor porque dio un paso enorme hacia el encuentro entre sus palabras y sus acciones.

En la lápida de su hijo David hay una frase que reza: "La Tierra es mi lugar de nacimiento y todos los seres humanos son mis hermanos". El pacifismo no se termina con la vida terrenal.

¿Por qué?

Smadar estaba motivada con el comienzo de clases. Era 1997 y la joven israelí volvió del liceo con una lista de útiles que debía comprar para el nuevo año lectivo. Llegó a su casa, agarró plata, coordinó con sus amigas y allá fue, al shopping a abastecerse de material escolar. Pero coincidió en tiempo y espacio con un terrorista suicida palestino que se inmoló en el centro comercial y se la llevó para siempre.

La noticia del atentado llegó a oídos de sus padres que volvieron a su casa a ver si la adolescente regresaba. Al rato, empezaron a recorrer hospitales y luego estaciones policiales pero la niña no aparecía. Entonces, llegó el terrible momento en el que alguien les dijo: "Tendrán que empezar a buscar en la morgue". Smadar era la única hija mujer de la familia y Rami, su papá, dice que jamás podrá borrar la imagen de su hija sin vida, tendida en el suelo.

Diez años más tarde, cuando ya había forjado una amistad con Bassam, un palestino excombatiente con el que se conoció en la organización Combatientes por la Paz, la muerte volvió a visitarlo. Una bala de goma hirió la cabeza de Abir, la hija de Bassam, que salía de la escuela. La niña murió unas semanas después y un nuevo elemento unió a Rami y Bassam, que comparten la condición de padres en duelo. Ellos, que hoy se sienten hermanos y se comprometieron a dedicar su vida para fomentar la paz en sus comunidades, entendieron que "este conflicto no vale la vida de un solo niño más", en palabras de Rami, y quieren que todos lo comprendan.

Pero les queda mucho por hacer. Uno de los hijos de Rami está en el Ejército de Israel y aunque su padre intentó disuadirlo de enrolarse, el joven decidió formar parte. Mientras tanto, el hijo mayor de Bassam ha mencionado alguna vez la palabra "revancha", aunque su padre confía en que no pasará a mayores.

En su ponencia, uno de ellos pregunta algo tan básico como incomprensible para muchos de los que participan a diario de este conflicto: "¿Qué está pasando acá? ¿Por qué los hombres se enojan tanto como para matar a un niño con tal de lograr lo que desean?". Y la pregunta queda sin respuesta.

"No tomen partido"

En tiempos en que la información vuela de punta a punta en cuestión de minutos, muchos espectadores del conflicto entre Israel y Palestina deciden tomar postura y establecer un lado bueno y uno malo. Así de sencillo, aunque algunos remontan esta guerra a tiempo bíblicos y los que menos antigüedad le otorgan dicen que todo empezó hace más de 65 años, la mayoría decide simplificar la lectura, elegir un pueblo y apoyarlo hasta el final, aunque más no sea compartiendo noticias en redes sociales o firmando peticiones digitales. A pesar de que los más perjudicados, aquellos que perdieron integrantes de su familia por esta disputa, insisten en que todos son víctimas, los habitantes del mundo prefieren escoger un color y levantar una bandera.

Robi, la mamá de David, deja un mensaje para aquellos que no son israelíes ni palestinos: "Toda esta idea de ser proisraelí o propalestino no ayuda a nadie y lo único que logra es importar el conflicto a otros países. Así, los judíos y los musulmanes del mundo están empezando a odiarse. Se los digo de corazón: si no pueden ser parte de la solución, les pido por favor que nos dejen a nosotros solos".

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