El hombre intenta prevenir pero casi siempre cura. Trata de anticiparse
a los hechos pero muchas veces llega tarde. Supera un obstáculo sin reparar en
que genera otro y así, como con tantas cosas, le ocurrió con los autos. Ávido
por inyectarle velocidad al transporte y por llegar más lejos, inventó los
vehículos a motor alimentados por combustible, un maravilloso artefacto que hoy
muestra una de sus caras menos simpáticas.
Esta respuesta inmejorable para las necesidades modernas provocó desde
su génesis, una serie de emisiones nocivas a las que se les prestó poca
atención; se pateó el problema para adelante. Pero esa sucia bola insiste en
rebotar y el mundo está por decidirse a bajar la pelota al piso y pensar una
jugada inteligente para el futuro. Desalentar su uso no, optimizarlo sí.
El crecimiento de la polución es alarmante y la industria automotriz tiene
un papel protagónico en este drama. Algunos países son directores de escena en
esta obra, mientras que otros se conforman con tener un bolo. La mayoría hace
mutis por el foro.
Solución
problemática
Ya hace más de 125 años que el automóvil está entre nosotros. Creció,
como casi todo, bajo la sombra negativa de los expertos que lo tildaron de moda
pasajera. Tanto es así que en 1890 y por este motivo, dos ingenieros franceses
cedieron sus derechos sobre los primeros motores de vehículos a nafta a
Peugeot. Ni ellos ni Karl Benz, uno de los inventores del auto moderno y
fundador de la alemana Mercedes, imaginaron el crecimiento que efectivamente
tuvo la industria automotriz. Ni el más optimista llegó a pensar que un día, el
problema dejaría de ser la consolidación y pasaría a ser la superpoblación de
vehículos que hoy padecen las grandes ciudades del mundo.
Al principio, en 1891, se construyeron cinco. Al año siguiente fueron 29
y para 1900 ya eran más de 2.500 unidades. En 2010 existían más de 1.000
millones según WardsAuto, un organismo internacional de información sobre la
industria del motor. Las estadísticas reflejan que el mundo tiene un auto cada
siete personas; los países con mayor promedio son Estados Unidos (uno cada 1,3
habitantes), Italia (uno cada 1,45), Francia, Japón y Reino Unido (los tres con
un auto cada 1,7 personas). Entre los principales fabricantes figuran China,
Estados Unidos, Japón y Alemania.
Sin embargo, el crecimiento no vino solo. La industria tuvo hijos
bastardos: la contaminación, los embotellamientos y hasta consecuencias en el
desarrollo de los países. Por eso, se enfoca en traer nuevos críos al mundo,
esta vez más prodigiosos: mejoras en el transporte público, ciclovías, restricciones
a la circulación según matrículas y construcciones verdes que permitan el
aumento de unidades sin el deterioro del medio ambiente.
Panorama oscuro
Los medios de transporte son los máximos responsables de las emisiones
de dióxido de carbono (CO2), que es el principal gas de efecto invernadero. Su
ataque al medio ambiente parece impactar en algo lejano que no afecta en nada a
nuestra vida cotidiana pero la realidad es otra: la contaminación afecta la
salud y cambia el clima, que se vuelve más hostil con los habitantes y la
economía; a los humanos los azota con tormentas y calores intensos, huracanes y
sequías, mientras que a los mercados los castiga a través de la inestabilidad
de la agricultura. En simultáneo, el derretimiento de los polos avanza, las
costas ganan territorios habitables y el calentamiento global es cada vez más
grande y avasallante.
La Organización Mundial de la Salud divulgó que uno de los 10
principales factores de muerte en el mundo es la contaminación ambiental, además
de aclarar que “la exposición a partículas se asocia al aumento de
hospitalizaciones por asma, problemas en los pulmones o bronquitis, mientras
que a largo plazo, también puede vincularse al cáncer de pulmón”. Y en medio de
una crisis económica que sacude los mercados mundiales y reduce la producción
industrial, un informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo
Económico (Ocde) de 2010 dio cuenta que los medios de transporte son los que
más alimentan ese peligro, porque representan el 23% de las emisiones de CO2.
De todos modos, el futuro no se presenta muy alentador, porque el mismo estudio
revela que este sector producirá un 40% más de este gas de aquí a 2030. A su
vez, la superpoblación de autos afecta ciertos aspectos que exceden lo sanitario
y medioambiental. Los embotellamientos, por ejemplo, pueden llegar a incidir
desde en algo tan simple como el humor de quienes los padecen, hasta en algo
tan complejo como la competitividad de un país. El caso más destacado al
respecto es un atasco récord registrado en China, que se extendió a lo largo de
160 kilómetros y trancó a decenas de miles de personas que debieron sufrirlo
durante los 11 días que tomó su desarticulación. Cuando estas situaciones se
vuelven frecuentes, como pasa en Pekín, Ciudad de México y Johannesburgo, entre
otras grandes ciudades, la productividad laboral recibe un impacto difícil de
asimilar. Por añadidura llegan los accidentes de tránsito, la destrucción de
los caminos y el deterioro de la calidad de vida de los habitantes.
Un reciente estudio de la Comisión Económica para Latinoamérica y el
Caribe (Cepal) destaca que “la congestión traba la eficiencia económica de una
ciudad, porque encarece todas las actividades y se constituye en freno para el
desarrollo. ¿Quién abriría un emprendimiento donde los tiempos de viaje son
intolerables o donde exista la duda de si se llegará a tiempo a los compromisos
cotidianos? Una ciudad con congestión grave posiblemente ahuyente a los
inversionistas”.
Salida de
emergencia
Ante esta situación, todos los países tienen el mismo discurso: hay que
solucionarlo. Sin embargo, la situación requiere de algo más que palabras.
Varios países han intentado acciones que les devolvieron distintos resultados.
Están los que se lo toman en serio: mejoran el transporte público, legislan,
comprometen a sus empresas a reducir el impacto y excluyen de ciertas zonas a
los vehículos más nocivos. Están también los que por ahora se quedan en el
mensaje: impulsan días en los que está prohibido circular en autos particulares
o acciones publicitarias para divulgar los beneficios de andar en bicicleta
pero no logran impactos reales en las cifras de polución. Y están, siempre
están, los que no hacen nada.
Entre los más activos están China, México, la Unión Europea y Nueva
Zelanda. En estos países se desarrollaron diferentes políticas, que incluyen
construcciones de ciudades ecológicas, inspectores medioambientales,
restricciones de pasaje por zonas congestionadas y exención de pagos a los
autos eléctricos o híbridos, entre otras. La más eficiente es la de un sistema
de transporte público que no sea utilizado únicamente por aquellos que no
pueden acceder a un vehículo privado sino que se trate de una facilidad para
usuarios de toda clase socioeconómica.
Entre las más novedosas, se destaca la política Park and Ride aplicada
en Nueva Zelanda, que dispone de grandes estacionamientos a metros de las
paradas de ómnibus para que las personas manejen sus autos hasta allí y
continúen en un transporte público.
Para las empresas (automotrices y no), existen los bonos de carbono, que
intentan equilibrar las emisiones mediante un cobro a los actores que se
exceden en la contaminación y un pago a los que “ahorran”. La recaudación es
reinvertida en proyectos medioambientales y los límites son los establecidos
por el protocolo de Kioto de 2007, que fue ratificado en 2012 y reúne el
compromiso de 1.000 estados. Entre ellos, no hay ninguno perteneciente a
Estados Unidos, Rusia, Japón y Canadá, cuatro países con gran responsabilidad
en la contaminación.
Además, hay países que alternan la circulación según la terminación de
las matrículas o que clasifican a los vehículos por números y colores, en
función de sus emisiones, y definen zonas restringidas para cada franja. En
Singapur, el sistema es similar, pero los contaminantes pueden pagar para
circular por donde no estarían habilitados a pasar de forma gratuita.
Otro cambio sustancial al respecto son los autos eléctricos.
Generalmente acompañados de rebajas impositivas, estos vehículos generan
desechos no contaminantes, sin que ello impida una aceleración de hasta 150
kilómetros por hora y una autonomía de unos 300 kilómetros sin recargarse.
En el grupo de los que coquetean con atender el tema hay muchos países.
Su foco está puesto en el concepto y todavía no han pasado a la acción. Un
ejemplo destacado es el Día sin Carro que se festeja en Bogotá, en el que
solamente pueden circular taxis, ómnibus y vehículos oficiales, con lo que se
obliga a los particulares a movilizarse en medios sin motor o transporte
público. A propósito de esta jornada, también se realizaron foros y eventos
relacionados con el cuidado medioambiental.
En un rincón del
mundo
En Uruguay existe cierto movimiento en torno a la contaminación
vehicular. Hay beneficios impositivos para los autos eléctricos e híbridos, al
tiempo que también se impulsan iniciativas no gubernamentales como las
ciclovías.
La relación del gobierno con los llamados autos verdes tuvo su auge
cuando el presidente José Mujica realizó su recorrido de toma de mando
presidencial en un auto eléctrico. Aquel 1º de marzo de 2010, el presidente
paseó junto a Danilo Astori a bordo de un FAW Brio Doble Cabina de origen
chino, al que le fue retirado el motor y se le instaló uno que alcanza una
velocidad máxima de 90 kilómetros por hora. Nueve meses después, se decretaron
importantes exoneraciones en el pago del Impuesto Específico Interno (Imesi)
para los autos ecológicos.
Fuera de la órbita oficial, la agrupación Gente en Bicicleta divulgó una
petición dirigida a la intendenta Ana Olivera, en la que reclaman que “la
sociedad del futuro —incluyendo a nuestros hijos y nietos— incorpore a la
bicicleta como un medio real de transporte para las actividades cotidianas como
ir al trabajo, estudiar o actividades recreativas”. A su vez, solicitan
“ciclovías en todo Montevideo, estacionamientos para bicicletas en espacios
públicos y privados, y campañas de educación para ciclistas y el resto de los
actores del tránsito”.
Polémica por el
aire
Una idea muy original es llevada a cabo por un ingeniero uruguayo,
Armando Regusci, de 73 años. El director de la empresa Regusci Air Club Company S.A. lleva gran parte de su
vida dedicada a la búsqueda de un medio de transporte impulsado a aire
comprimido, que no genere desechos contaminantes. En la actualidad cuenta con
patentes de invención registradas en diferentes países y ya realizó pruebas de
eficiencia en el Laboratorio Tecnológico del Uruguay (LATU), pero asegura que
su proyecto no avanza por presiones de las multinacionales petroleras.
A sus 19 años comenzó a trabajar la idea de los motores a aire
comprimido y nitrógeno líquido y al día de hoy busca inversores que le permitan
fabricar en serie. El inventor cuenta con diseños de prototipos de bicimotos y
autos, además de un test de autonomía realizado en el LATU a fines de 2011, que
certificó que su “moto 9 moto Uruguay” tiene una autonomía de 52 kilómetros sin
recargar sus tanques. Sobre este vehículo, su creador afirma que permite
ahorrar el 90% de los costos asociados a la compra de combustible: “Los precios
de transporte se pueden disminuir a un 10% de su valor actual. En Uruguay un
boleto urbano podría costar 2 pesos y un auto podría recorrer 10 kilómetros por
menos de 4 pesos”.
Sin embargo, Regusci denuncia que sus logros “obtuvieron nada más que
silencio por parte de las autoridades locales e internacionales, y una falta
total de apoyo por parte de las organizaciones que supuestamente se dedican al
estudio y búsqueda de soluciones del calentamiento global”. La razón, para él,
son los “enormes intereses que extienden sus tentáculos a través de fronteras y
gobiernos. El motor Regusci atenta contra el monopolio energético que los grandes
señores ostentan”.
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