martes, 16 de abril de 2013

Autodestrucción

Nació como lujo y devino en necesidad. Creció como solución y hoy se parece a un problema. Cada kilómetro en auto engrosa las cifras de contaminación, que comienzan a preocupar.

El hombre intenta prevenir pero casi siempre cura. Trata de anticiparse a los hechos pero muchas veces llega tarde. Supera un obstáculo sin reparar en que genera otro y así, como con tantas cosas, le ocurrió con los autos. Ávido por inyectarle velocidad al transporte y por llegar más lejos, inventó los vehículos a motor alimentados por combustible, un maravilloso artefacto que hoy muestra una de sus caras menos simpáticas.

Esta respuesta inmejorable para las necesidades modernas provocó desde su génesis, una serie de emisiones nocivas a las que se les prestó poca atención; se pateó el problema para adelante. Pero esa sucia bola insiste en rebotar y el mundo está por decidirse a bajar la pelota al piso y pensar una jugada inteligente para el futuro. Desalentar su uso no, optimizarlo sí.

El crecimiento de la polución es alarmante y la industria automotriz tiene un papel protagónico en este drama. Algunos países son directores de escena en esta obra, mientras que otros se conforman con tener un bolo. La mayoría hace mutis por el foro.

Solución problemática

Ya hace más de 125 años que el automóvil está entre nosotros. Creció, como casi todo, bajo la sombra negativa de los expertos que lo tildaron de moda pasajera. Tanto es así que en 1890 y por este motivo, dos ingenieros franceses cedieron sus derechos sobre los primeros motores de vehículos a nafta a Peugeot. Ni ellos ni Karl Benz, uno de los inventores del auto moderno y fundador de la alemana Mercedes, imaginaron el crecimiento que efectivamente tuvo la industria automotriz. Ni el más optimista llegó a pensar que un día, el problema dejaría de ser la consolidación y pasaría a ser la superpoblación de vehículos que hoy padecen las grandes ciudades del mundo. 

Al principio, en 1891, se construyeron cinco. Al año siguiente fueron 29 y para 1900 ya eran más de 2.500 unidades. En 2010 existían más de 1.000 millones según WardsAuto, un organismo internacional de información sobre la industria del motor. Las estadísticas reflejan que el mundo tiene un auto cada siete personas; los países con mayor promedio son Estados Unidos (uno cada 1,3 habitantes), Italia (uno cada 1,45), Francia, Japón y Reino Unido (los tres con un auto cada 1,7 personas). Entre los principales fabricantes figuran China, Estados Unidos, Japón y Alemania.

Sin embargo, el crecimiento no vino solo. La industria tuvo hijos bastardos: la contaminación, los embotellamientos y hasta consecuencias en el desarrollo de los países. Por eso, se enfoca en traer nuevos críos al mundo, esta vez más prodigiosos: mejoras en el transporte público, ciclovías, restricciones a la circulación según matrículas y construcciones verdes que permitan el aumento de unidades sin el deterioro del medio ambiente. 

Panorama oscuro

Los medios de transporte son los máximos responsables de las emisiones de dióxido de carbono (CO2), que es el principal gas de efecto invernadero. Su ataque al medio ambiente parece impactar en algo lejano que no afecta en nada a nuestra vida cotidiana pero la realidad es otra: la contaminación afecta la salud y cambia el clima, que se vuelve más hostil con los habitantes y la economía; a los humanos los azota con tormentas y calores intensos, huracanes y sequías, mientras que a los mercados los castiga a través de la inestabilidad de la agricultura. En simultáneo, el derretimiento de los polos avanza, las costas ganan territorios habitables y el calentamiento global es cada vez más grande y avasallante. 

La Organización Mundial de la Salud divulgó que uno de los 10 principales factores de muerte en el mundo es la contaminación ambiental, además de aclarar que “la exposición a partículas se asocia al aumento de hospitalizaciones por asma, problemas en los pulmones o bronquitis, mientras que a largo plazo, también puede vincularse al cáncer de pulmón”. Y en medio de una crisis económica que sacude los mercados mundiales y reduce la producción industrial, un informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (Ocde) de 2010 dio cuenta que los medios de transporte son los que más alimentan ese peligro, porque representan el 23% de las emisiones de CO2. De todos modos, el futuro no se presenta muy alentador, porque el mismo estudio revela que este sector producirá un 40% más de este gas de aquí a 2030. A su vez, la superpoblación de autos afecta ciertos aspectos que exceden lo sanitario y medioambiental. Los embotellamientos, por ejemplo, pueden llegar a incidir desde en algo tan simple como el humor de quienes los padecen, hasta en algo tan complejo como la competitividad de un país. El caso más destacado al respecto es un atasco récord registrado en China, que se extendió a lo largo de 160 kilómetros y trancó a decenas de miles de personas que debieron sufrirlo durante los 11 días que tomó su desarticulación. Cuando estas situaciones se vuelven frecuentes, como pasa en Pekín, Ciudad de México y Johannesburgo, entre otras grandes ciudades, la productividad laboral recibe un impacto difícil de asimilar. Por añadidura llegan los accidentes de tránsito, la destrucción de los caminos y el deterioro de la calidad de vida de los habitantes. 

Un reciente estudio de la Comisión Económica para Latinoamérica y el Caribe (Cepal) destaca que “la congestión traba la eficiencia económica de una ciudad, porque encarece todas las actividades y se constituye en freno para el desarrollo. ¿Quién abriría un emprendimiento donde los tiempos de viaje son intolerables o donde exista la duda de si se llegará a tiempo a los compromisos cotidianos? Una ciudad con congestión grave posiblemente ahuyente a los inversionistas”.  

Salida de emergencia

Ante esta situación, todos los países tienen el mismo discurso: hay que solucionarlo. Sin embargo, la situación requiere de algo más que palabras. Varios países han intentado acciones que les devolvieron distintos resultados. Están los que se lo toman en serio: mejoran el transporte público, legislan, comprometen a sus empresas a reducir el impacto y excluyen de ciertas zonas a los vehículos más nocivos. Están también los que por ahora se quedan en el mensaje: impulsan días en los que está prohibido circular en autos particulares o acciones publicitarias para divulgar los beneficios de andar en bicicleta pero no logran impactos reales en las cifras de polución. Y están, siempre están, los que no hacen nada.

Entre los más activos están China, México, la Unión Europea y Nueva Zelanda. En estos países se desarrollaron diferentes políticas, que incluyen construcciones de ciudades ecológicas, inspectores medioambientales, restricciones de pasaje por zonas congestionadas y exención de pagos a los autos eléctricos o híbridos, entre otras. La más eficiente es la de un sistema de transporte público que no sea utilizado únicamente por aquellos que no pueden acceder a un vehículo privado sino que se trate de una facilidad para usuarios de toda clase socioeconómica.  Entre las más novedosas, se destaca la política Park and Ride aplicada en Nueva Zelanda, que dispone de grandes estacionamientos a metros de las paradas de ómnibus para que las personas manejen sus autos hasta allí y continúen en un transporte público.

Para las empresas (automotrices y no), existen los bonos de carbono, que intentan equilibrar las emisiones mediante un cobro a los actores que se exceden en la contaminación y un pago a los que “ahorran”. La recaudación es reinvertida en proyectos medioambientales y los límites son los establecidos por el protocolo de Kioto de 2007, que fue ratificado en 2012 y reúne el compromiso de 1.000 estados. Entre ellos, no hay ninguno perteneciente a Estados Unidos, Rusia, Japón y Canadá, cuatro países con gran responsabilidad en la contaminación.

Además, hay países que alternan la circulación según la terminación de las matrículas o que clasifican a los vehículos por números y colores, en función de sus emisiones, y definen zonas restringidas para cada franja. En Singapur, el sistema es similar, pero los contaminantes pueden pagar para circular por donde no estarían habilitados a pasar de forma gratuita. 

Otro cambio sustancial al respecto son los autos eléctricos. Generalmente acompañados de rebajas impositivas, estos vehículos generan desechos no contaminantes, sin que ello impida una aceleración de hasta 150 kilómetros por hora y una autonomía de unos 300 kilómetros sin recargarse.

En el grupo de los que coquetean con atender el tema hay muchos países. Su foco está puesto en el concepto y todavía no han pasado a la acción. Un ejemplo destacado es el Día sin Carro que se festeja en Bogotá, en el que solamente pueden circular taxis, ómnibus y vehículos oficiales, con lo que se obliga a los particulares a movilizarse en medios sin motor o transporte público. A propósito de esta jornada, también se realizaron foros y eventos relacionados con el cuidado medioambiental.

En un rincón del mundo

En Uruguay existe cierto movimiento en torno a la contaminación vehicular. Hay beneficios impositivos para los autos eléctricos e híbridos, al tiempo que también se impulsan iniciativas no gubernamentales como las ciclovías. 

La relación del gobierno con los llamados autos verdes tuvo su auge cuando el presidente José Mujica realizó su recorrido de toma de mando presidencial en un auto eléctrico. Aquel 1º de marzo de 2010, el presidente paseó junto a Danilo Astori a bordo de un FAW Brio Doble Cabina de origen chino, al que le fue retirado el motor y se le instaló uno que alcanza una velocidad máxima de 90 kilómetros por hora. Nueve meses después, se decretaron importantes exoneraciones en el pago del Impuesto Específico Interno (Imesi) para los autos ecológicos.

Fuera de la órbita oficial, la agrupación Gente en Bicicleta divulgó una petición dirigida a la intendenta Ana Olivera, en la que reclaman que “la sociedad del futuro —incluyendo a nuestros hijos y nietos— incorpore a la bicicleta como un medio real de transporte para las actividades cotidianas como ir al trabajo, estudiar o actividades recreativas”. A su vez, solicitan “ciclovías en todo Montevideo, estacionamientos para bicicletas en espacios públicos y privados, y campañas de educación para ciclistas y el resto de los actores del tránsito”.  

Polémica por el aire

Una idea muy original es llevada a cabo por un ingeniero uruguayo, Armando Regusci, de 73 años. El director de la empresa Regusci  Air Club Company S.A. lleva gran parte de su vida dedicada a la búsqueda de un medio de transporte impulsado a aire comprimido, que no genere desechos contaminantes. En la actualidad cuenta con patentes de invención registradas en diferentes países y ya realizó pruebas de eficiencia en el Laboratorio Tecnológico del Uruguay (LATU), pero asegura que su proyecto no avanza por presiones de las multinacionales petroleras.

A sus 19 años comenzó a trabajar la idea de los motores a aire comprimido y nitrógeno líquido y al día de hoy busca inversores que le permitan fabricar en serie. El inventor cuenta con diseños de prototipos de bicimotos y autos, además de un test de autonomía realizado en el LATU a fines de 2011, que certificó que su “moto 9 moto Uruguay” tiene una autonomía de 52 kilómetros sin recargar sus tanques. Sobre este vehículo, su creador afirma que permite ahorrar el 90% de los costos asociados a la compra de combustible: “Los precios de transporte se pueden disminuir a un 10% de su valor actual. En Uruguay un boleto urbano podría costar 2 pesos y un auto podría recorrer 10 kilómetros por menos de 4 pesos”.

Sin embargo, Regusci denuncia que sus logros “obtuvieron nada más que silencio por parte de las autoridades locales e internacionales, y una falta total de apoyo por parte de las organizaciones que supuestamente se dedican al estudio y búsqueda de soluciones del calentamiento global”. La razón, para él, son los “enormes intereses que extienden sus tentáculos a través de fronteras y gobiernos. El motor Regusci atenta contra el monopolio energético que los grandes señores ostentan”.

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