Hay que correr porque José se cayó en una piscina con soda
cáustica y tiene una pata en carne viva. Tiene, además, un miedo que da miedo.
Su piel negra se guarda en el atuendo celeste que le dan a todos los que
entran. Sus dientes blancos se esconden tras esos labios que tiemblan pero no
se separan. Tampoco lo harán durante los próximos veinte días, porque José no
esbozará una sonrisa. Le harán injertos, curaciones, más injertos y muchos
estudios. La idea es que salga lo mejor posible. Para salir como nuevo tiene
una sola forma: no haberse caído.
En esa
manzana, además de la emergencia del Banco de Seguros del Estado hay varias
oficinas. Casi todas con trabajadores que están convencidos que trabajan a mil
kilómetros por hora, que son imprescindibles en sus oficinas y que no les queda
otra opción que llevarse el trabajo a casa.
Cerca en
metros y lejos en panorama la sala de yeso no está a mil por hora, sino a un
millón. No hay estrés, hay apuro. Urgencia. Urge atender a Manuel, guardia de
seguridad de una empresa que le paga 12 pesos por hora y lo tiene armado y con
un handy, en una garita junto a las vías de un tren. Las mismas a las que se
acercó para vaciar su mate cuando se cayó y se partió la tibia en tres. Lo
operaron de urgencia, en serio. Tan de apuro que se olvidaron se sacarle unas
partes de metal que se le habían incrustado. Luego del primer alta, cuando los
tornillos se habían soldado al hueso, empezó a incubar una infección en la
pierna que lo devolvió a la urgencia. Manuel es diabético y toma tantas
pastillas por día que no recuerda cómo es no estar sedado. Se ríe de la
medicación y asegura que con el agua que toma para bajar las cápsulas le
alcanza para hidratarse toda la vida.
Mientras,
muchos adultos de traje sostienen que sus hijos se quejan de llenos y que
tendrían que ir a África antes de decir que están muertos de hambre. Podría ser
un viaje familiar en el que los más grandes aprendan lo que es estar muertos de
cansancio, en serio. O no. Alcanzaría con que visiten una tarde los pisos de
este sanatorio.
Si no
están José y Manuel estarán otros. Como Alejandro, que salía tres y media de la
mañana de la panadería y no tenía llaves de su casa, entonces hizo tiempo en el
local. Aprovechó para dormir al lado del horno y se prendió fuego junto con la
colchoneta. Su cuerpo es más injerto que piel. Sus últimos cinco meses son más
tragedia que vida. Sus tías lo visitan para aliviar su depresión, pero le
transmiten angustia con esas ojeras.
O estará
Jaime que se fracturó el omóplato porque una rama le trancó la rueda de la moto
con la que reparte cartas y hace cobranzas. Pasará un obrero que se cayó del
andamio y se quebró las costillas o un leñador que se hachó la pierna por error
y dejó sanito un tronco.
Ellos sí
saben lo que es llevarse el trabajo a casa. Y a todos lados. De verdad.
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