domingo, 1 de julio de 2012

Contigo a todos lados


Hay que correr porque José se cayó en una piscina con soda cáustica y tiene una pata en carne viva. Tiene, además, un miedo que da miedo. Su piel negra se guarda en el atuendo celeste que le dan a todos los que entran. Sus dientes blancos se esconden tras esos labios que tiemblan pero no se separan. Tampoco lo harán durante los próximos veinte días, porque José no esbozará una sonrisa. Le harán injertos, curaciones, más injertos y muchos estudios. La idea es que salga lo mejor posible. Para salir como nuevo tiene una sola forma: no haberse caído.


En esa manzana, además de la emergencia del Banco de Seguros del Estado hay varias oficinas. Casi todas con trabajadores que están convencidos que trabajan a mil kilómetros por hora, que son imprescindibles en sus oficinas y que no les queda otra opción que llevarse el trabajo a casa.


Cerca en metros y lejos en panorama la sala de yeso no está a mil por hora, sino a un millón. No hay estrés, hay apuro. Urgencia. Urge atender a Manuel, guardia de seguridad de una empresa que le paga 12 pesos por hora y lo tiene armado y con un handy, en una garita junto a las vías de un tren. Las mismas a las que se acercó para vaciar su mate cuando se cayó y se partió la tibia en tres. Lo operaron de urgencia, en serio. Tan de apuro que se olvidaron se sacarle unas partes de metal que se le habían incrustado. Luego del primer alta, cuando los tornillos se habían soldado al hueso, empezó a incubar una infección en la pierna que lo devolvió a la urgencia. Manuel es diabético y toma tantas pastillas por día que no recuerda cómo es no estar sedado. Se ríe de la medicación y asegura que con el agua que toma para bajar las cápsulas le alcanza para hidratarse toda la vida.


Mientras, muchos adultos de traje sostienen que sus hijos se quejan de llenos y que tendrían que ir a África antes de decir que están muertos de hambre. Podría ser un viaje familiar en el que los más grandes aprendan lo que es estar muertos de cansancio, en serio. O no. Alcanzaría con que visiten una tarde los pisos de este sanatorio.


Si no están José y Manuel estarán otros. Como Alejandro, que salía tres y media de la mañana de la panadería y no tenía llaves de su casa, entonces hizo tiempo en el local. Aprovechó para dormir al lado del horno y se prendió fuego junto con la colchoneta. Su cuerpo es más injerto que piel. Sus últimos cinco meses son más tragedia que vida. Sus tías lo visitan para aliviar su depresión, pero le transmiten angustia con esas ojeras.


O estará Jaime que se fracturó el omóplato porque una rama le trancó la rueda de la moto con la que reparte cartas y hace cobranzas. Pasará un obrero que se cayó del andamio y se quebró las costillas o un leñador que se hachó la pierna por error y dejó sanito un tronco.


Ellos sí saben lo que es llevarse el trabajo a casa. Y a todos lados. De verdad.

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