Lo tuyo es mío y lo mío es tuyo.
Así funciona, en los hechos, el uso y distribución de obras intelectuales en la
actualidad. Los productores buscan leyes para controlar a los consumidores y
estos reclaman que la industria se rinda ante la realidad. En el medio, el
majestuoso internet.
Los problemas no son nuevos. El
puntapié inicial de las disputas por los derechos de autor tuvo lugar con la
expansión de la imprenta y las primeras reglas al respecto surgieron a
comienzos del siglo XVIII.
Mucho antes, las opciones para copiar
textos eran muy costosas y los procedimientos, bastante precarios. Primero lo
hacían esclavos que sabían leer y escribir; luego lo llevaban a cabo los
escribas, que ostentaban una mejor reputación pero eran controlados y
censurados con minuciosidad.
Un poco después, pero todavía en el
amanecer de esta novela que no termina, las razones religiosas y políticas
fueron el motor de censuras, persecuciones y hasta asesinatos. Si bien se
limitaban las impresiones y hasta se prohibían algunos títulos, las razones no
buscaban el reconocimiento de los creadores ni la regulación de los cobros
correspondientes por la posesión de las obras. Ese momento llegó alrededor del
1700, cuando la reina Ana de Gran Bretaña promulgó, bajo el nombre de “Ley para
el Fomento del Aprendizaje”, una norma que legalizaba los derechos de
autor. Los años pasaron y de la protección de la copia de libros se
avanzó hacia la reglamentación de traducciones, adaptaciones y se incluyeron
derechos sobre diversos soportes como pinturas, fotografías, grabaciones
sonoras, películas y más.
Hoy la gran mayoría de los países se
rige por el Convenio de Berna de 1886 (renegociado por última vez en 1971), que
fue firmado por 167 estados y que propone las reglas mínimas que cada uno debe
respetar en torno a este tema. Luego, si los estados quieren aumentar el
alcance de los derechos, pueden legislar a nivel nacional.
El debate, entonces, existe desde que
existen los autores. Sin embargo, la importancia que se le concedió al tema y
los intereses en juego fueron variando. En cierto momento pesaban mucho las
razones religiosas, luego las políticas y hoy, sin duda, el problema está en
las consecuencias económicas que trae el incumplimiento de estas normas. La
facilidad con la que circulan los materiales a través de internet alarmó y
sensibilizó a los editores, encarnizó la postura de los consumidores que buscan
un acceso total y gratuito, generó cambios en leyes y culturas, provocó
cuestionamientos y dudas. Sobre todo, dudas.
Todo estaba bajo control hasta que
llegó internet. Cuidar mi plata, decían querer unos; democratizar la cultura,
los otros. Y empezó la guerra, en la que hay soldados que luchan por retener
sus méritos, otros por sus monedas, otros por propagar los conocimientos y
otros porque no quieren pagar algo que pueden conseguir gratis.
Cuestión de méritos
Cuando se aborda el tema de los
conflictos en torno a los derechos de autor se suele reducir el problema al
binomio plata-acceso, en el que de un lado están los que ganan plata al
restringir los materiales y del otro los usuarios, que quieren pagar menos (o
nada) y tener más. Sin embargo, esta batalla no es la única que enfrenta a los
usuarios con los autores. Más allá de la compra de los contenidos, preocupa
también el respeto por mérito de los creadores, y esto es: que sus nombres
estén siempre junto a sus creaciones, que el usuario que accede a un texto sin
saber bien cómo llegó hasta él, sepa quién es el que lo escribió, y que si lo
utiliza para otros fines, cite al autor original.
Como ejemplo de que lo económico no es
lo único que perturba a la industria, están desde siempre las bibliotecas.
Allí, se puede acceder a libros y videos durante semanas, en muchos casos de
forma gratuita, y ni las editoriales ni los autores se volcaron en contra de la
existencia de estas.
En torno a este reconocimiento de los
autores, hay quienes simplifican el dilema y reniegan de la atribución de
contenidos a individuos, al tiempo que postulan que todas las obras son fruto
de un efecto denominado “agregación”. El concepto sostiene que aprendemos
mediante la absorción de conocimientos que otros tienen o traen, obtenemos
información a través de entrevistas con aquellos que saben más que nosotros,
tomamos fotos o filmamos escenas de lugares que otros compusieron, contamos
historias que otros nos relataron o imaginamos situaciones que fueron estimuladas
por terceros.
Por estos motivos, los abanderados de
la “agregación” consignan que cada obra es la suma de aportes ajenos (y de
otras obras) y consideran injusto adjudicarlo a una sola persona.
Pero también están los que creen que
hay méritos individuales, necesariamente reconocibles, incluso para aquellas
obras con las que no se quiera lucrar. La organización más importante que
impulsa esta postura (cuidar los derechos de autor más allá del cobro por el
acceso a los materiales) se llama Creative Commons.
Fundada en Estados Unidos en 2001, con
el objetivo de “promover tipos de licencias de autor que tienen forma flexible
y razonable”, lo que la organización hace –dicho en criollo– es cambiar el
“todos los derechos reservados” que aparece chiquito al principio de cada obra,
por un simpático “algunos derechos reservados”. Y esos “algunos derechos” son
elección de cada autor y para cada obra, permitiendo que cada uno ajuste las
reservas de cada creación, en la medida que más lo ayuden a conseguir sus
objetivos.
Casi todas las opciones de licencias
comparten el hecho de permitir al usuario distribuir copias sin cargo, pero
cada combinación prohíbe diferentes cosas. La licencia de “atribución”
solamente reclama que aquel que desee “copiar, distribuir, exhibir, representar
la obra o hacer obras derivadas” reconozca y cite la obra. La etiqueta “no
comercial” únicamente impide los fines comerciales en el uso de las obras. Si
una obra está marcada bajo la licencia “no derivadas” se puede hacer lo mismo
que con las de “atribución”, con la excepción de producir obras derivadas. Por
último, la licencia “compartir igual” exige que las obras derivadas de la misma
se divulguen bajo una licencia idéntica a la que regula la obra inicial.
Muchos
autores o artistas han comenzado a trabajar bajo algunas de las combinaciones
de licencias Creative Commons en los últimos años. Además de hacerlo para
convertir en legal el traspaso de los contenidos que hasta ese entonces estaba
técnicamente penado por la ley, lo hacen porque esta actitud los presenta de
una forma mucho más amigable y cercana con el público, que ve con muy buenos
ojos que sus artistas preferidos liberen sus materiales para que cualquiera
pueda disfrutarlos. En la actualidad hay más de 150 millones de trabajos
protegidos por estas licencias, entre los que se encuentran las fotografías del
sitio Flickr y los artículos de Wikipedia.
La facilidad
con la que circulan los materiales a través de internet alarmó y sensibilizó a
los editores, encarnizó la postura de los consumidores que buscan un acceso
total y gratuito, generó cambios en leyes y culturas, provocó cuestionamientos
y dudas. Sobre todo, dudas.
Cuestión de
números
Económicamente el nudo parece claro.
Las productoras quieren seguir cobrando por cada usuario que accede a lo que
ellos distribuyen, mientras que los individuos consiguen los materiales sin
pagar y quieren que la situación se mantenga (algunos por oportunistas, otros
porque lo creen justo). Es innegable que las nuevas tecnologías convirtieron
los contenidos en algo intangible y, por ende, casi imposible de retener para
jugar con la demanda. Por lo tanto, no importa ya si es justo lo que exigen las
productoras ni si es bueno que las obras circulen como agua; lo determinante es
que resulta imposible excluir el acceso a obras que ya tienen todos (los que
las quieren tener).
Lo más recomendable sería que las
empresas cambien el enfoque y se dediquen a generar ingresos por donde hasta
ahora no lo hacen, teniendo en cuenta que sus esfuerzos por evitar lo
inevitable solo suman en la columna de las pérdidas. En la actualidad, son
millones de dólares los que se (mal) invierten por concepto de “lucha contra la
piratería” y entre los planes hay campañas publicitarias, cursos gratuitos o
subvencionados, lobbies de presión a favor de cambios legislativos, desarrollo
de programas excluyentes y acciones legales contra presuntos infractores.
Cada cambio de paradigma tiene su
precio. Ayer, nuestra forma de concebir el mundo era funcional a los intereses
de algunos; hoy, les toca a otros. Estas modificaciones también afectaron los
derechos de autor: la propiedad intelectual dejó de ser una propiedad. El
precio del cambio de paradigma se puede considerar de diferentes formas: es muy
caro si se tiene en cuenta sus efectos en el mercado, pero es una ganga si se
toma en cuenta el beneficio social que produce. Cada nueva herramienta
tecnológica que llegó al mundo (radio, televisión, casetes y videos, por
ejemplo) fue rechazada con violencia por las industrias que dominaban en ese
entonces. Sin embargo, bajo la premisa de no prohibir lo que no se puede
controlar, han pasado a la legalidad. Y tras ese paso, la legislación ha sido
más productiva. Tras el boom de las grabaciones en casete, por ejemplo, varios
países europeos decidieron legalizarlo y, al tiempo, establecer un impuesto en
torno a esa actividad, cuyos fondos se distribuían entre los titulares de los
derechos.
En los últimos años, con la posibilidad
de tener información inmediata sobre los artistas y autores (a veces
proveniente de ellos mismos, como en Twitter), el fanatismo se ha exacerbado y
los ingresos por espectáculos en vivo son mucho más importantes que los que
llegan por concepto de venta de copias. En ese sentido, a mayor difusión
(incluso gratuita y para todos), mayores posibilidades de convocatoria.
A su vez, y por estas mismas razones,
el público está muy abierto a entender que para que haya contenidos
interesantes que intercambiar (gratis o no) se necesitan creadores. Y si uno de
los grandes estímulos con los que contaban los compositores (ganar dinero por
generar obras) deja de existir, su continuidad estará en peligro.
En esta dirección, Francia sometió a
votación la Licencia General Opcional (LGO) que proponía legalizar las
descargas a través de internet y gravarlas con impuestos no arbitrarios. A su
vez, especialistas destacados sobre propiedad intelectual, como William Fisher
y Richard Stallman, propusieron marcar los contenidos que se puedan transmitir
de forma digital, registrar el número de veces que se distribuyeron (que al no
ser ilegal, no tendría sentido que los usuarios evitaran quedar registrados) y
pagar a los titulares de los derechos mediante la distribución del dinero
entrante por concepto de impuesto a la cultura.
Lo más recomendable sería que las
empresas cambien el enfoque y se dediquen a generar ingresos por donde hasta
ahora no lo hacen, teniendo en cuenta que sus esfuerzos por evitar lo
inevitable solo suman en la columna de las pérdidas. En la actualidad, son
millones de dólares los que se (mal) invierten por concepto de “lucha contra la
piratería
Una sensación térmica
Más allá de opiniones personales,
cuando las productoras dicen que las descargas provocan mermas en sus ingresos,
nadie duda en aceptar ese escenario como muy probable. Sin embargo,
aunque a simple vista parece obvio, los estudios científicos no siempre
comprueban esa hipótesis. Un ejemplo de ello es el caso suizo. A fines de 2011,
cuando Cuevana estaba en la mira en Argentina y la Ley Antidescargas española
casi es aprobada, Suiza sacó a la luz un estudio que mostró una realidad
impensada. Sin desoír las quejas de la industria, pero con la mirada
puesta en sus ciudadanos y la integridad de la creatividad y la cultura de la
sociedad, decidió llevar a cabo un estudio para determinar los cambios en las
inversiones de los suizos volcadas a las arcas de esa industria. El trabajo
reveló que los números se mantuvieron constantes. La conclusión principal
explica que si bien se redujeron los gastos en compras de copias originales de
obras, aumentaron los conceptos de entradas de cine, conciertos y mercadería
temática, entre otros rubros que también pertenecen a la industria de los
contenidos.
Liberar para innovar
La simpatía por los derechos de
propiedad flexibles está sumando adeptos entre los economistas de prestigio.
Puntualmente, el norteamericano Paul Romer contagió a sus discípulos Michele
Boldrin y David Levine, que estudiaron el tema y cuyas conclusiones están
resumidas en el libro La economía no miente del francés Guy Sorman.
Allí, se puntualiza que “las patentes
perjudicaron más que favorecieron la innovación” a lo largo de la historia, y
se establece como ejemplo el hecho de que el período más prolífero de la
informática tuvo lugar antes de que los programas contaran con protección
mediante patentes. A su vez, se explica que no es casualidad que la tecnología
de software haya estallado en Silicon Valley, donde las normativas sobre
el derecho de propiedad no son tan duras como en Boston, donde se esperaba que
continuara la expansión informática. Por esta razón, muchos economistas se
inclinan a favor de la innovación a costillas de los ingresos por derechos de
autor y no al revés.
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